domingo, 24 de enero de 2010

Egoísmo, solidaridad y parasitismo

Autos que pasan

Por Mariano Grondona

Para dirimir el pleito ideológico entre liberales y socialistas, podríamos partir de un postulado de estos últimos que la meta suprema es instalar la solidaridad en la vida social.

Sea. Ahora bien: ¿cómo lograrlo? Imaginemos una carretera por donde pasan veloces automóviles. A su vera, los caminantes ensayan auto-stop. De aquellos automovilistas que se detienen, diremos que son solidarios. Pero muchos siguen de largo: los egoístas. Como lo hemos comprobado tantas veces en las rutas, los solidarios son menos que los egoístas: en nuestra sociedad hay una aguda escasez de solidaridad.

Frente a la escasez de solidaridad, el liberal espera que la acción de una serie de instituciones privadas como la religión y la educación logren promover, con el tiempo, mayor abundancia de actitudes solidarias. Pero el socialista, ansioso por establecer una sociedad solidaria, se inclina por dictar una ley que obligue a los automovilistas a detenerse y recoger a los caminantes. Está dispuesto a imponer la solidaridad como una obligación legal.

En un primer momento, y en cumplimiento de la nueva ley, se asiste al aparente progreso de la solidaridad en las carreteras. Temerosos de las sanciones anunciadas, los automovilistas recogen a los caminantes y los sociólogos nos comunican que, gracias al nuevo sistema, el número de caminantes asistidos ha pasado a ser mayor que el de caminantes ignorados.

Con el tiempo, sin embargo, los economistas observan a su vez que la venta de automóviles disminuye. De un lado, aquellos automovilistas a quienes les agrada viajar solos o en compañía de sus amigos y familiares (los egoístas), sienten menos deseos de comprar automóviles ante la perspectiva de que en ellos se sienten perfectos extraños. Del otro lado, más de un caminante en condiciones de comprar un auto, desiste de hacerlo porque ahora sabe que, necesariamente, alguien lo recogerá en el camino: ahora posee el derecho de que lo recojan. Y no faltan automovilistas que venden su auto para viajar gratis.

A consecuencia de todo lo cual, un número cada día menor de automóviles en la carretera empieza a no alcanzar para un número cada día mayor de caminantes. La situación, según los críticos de la ley del auto-stop, llega a ser peor que aquella que se había procurado remediar. Antes, muchos automóviles circulaban y algunos caminantes no lograban ser llevados. Ahora, andan pocos automóviles atiborrados de gente y, pese a ello, son muchos los caminantes que tampoco logran ser llevados. Tanto los dueños de los automóviles, obligados a compartirlos siempre, como los caminantes, que en gran número se quedan sin ellos, están peor que antes. Por otra parte, una vez a bordo del automóvil, conductores y caminantes ya no se tratan con la cordialidad de antaño, cuando su relación era producto de la espontaneidad, sino con no disimulada agresividad. Mientras el automovilista se detiene de mala gana, el caminante no siente obligación de agradecerle con un gesto que supone forzado por la ley y no, ya, un arranque de humanidad. Ni qué decir que, además, la industria automotriz entra en crisis, pero el gobierno no atribuye todos estos males a la ley sino a la persistencia de las actitudes egoístas que hay que desarraigar.

Las actitudes egoístas, en realidad, no persisten pese a la nueva ley. Han aumentado gracias a ella. Los automovilistas solidarios, que antes recogían espontáneamente a los caminantes, ahora lo hacen por obligación: el Estado les ha expropiado su motivación moral. Pero los caminantes, que antes apelaban a la solidaridad de los automovilistas y, al recibirla, pensaban que algún día actuarían del mismo modo, no aprecian el beneficio que se les ofrece por obligación ni se sienten inclinados a esforzarse para comprar un automóvil: ¿a qué ser tan tontos, si el Estado les da el derecho de viajar a costa de los demás?

En la escena aparece entonces un nuevo tipo de actitud: la del parásito. Mientras el egoísta, que se ha esforzado para lograr su automóvil, falla moralmente cuando no acepta compartirlo con otros, el parásito es un sujeto moralmente menos apreciable aún, ya que espera gozar del automóvil ajeno, sin esforzarse siquiera por comprarlo.

La sociedad liberal está integrada por una mayoría de egoístas y una minoría de solidarios. En la sociedad socialista la solidaridad no puede manifestarse, el egoísmo es castigado y lo que abunda, cada día más, es la decisión de vivir de los demás. Todo en nombre de la solidaridad.

Si el solidario ocupa el primer rango moral, y el egoísta queda debajo de él, no se ha reparado lo suficiente que aquel que reclama la solidaridad…ajena, no la propia, para beneficiarse con ella, ocupa un nivel aún más bajo en la escala moral. Sólo es lícito invocar la solidaridad, en efecto, en beneficio de otros y no de sí mismo.

No por ello la solución liberal deja de ser imperfecta. Mientras la educación y la religión no logren aumentar el número de los solidarios, la sociedad liberal seguirá siendo mayoritariamente egoísta. La crítica del socialismo a la sociedad liberal, por ello, es justa. Pero no lo es en cambio la solución que sigue a la crítica, por cuanto la pretensión de imponer la solidaridad resulta, por su parte, en una sociedad mayoritariamente parasitaria.

(Del libro “Bajo el imperio de las ideas morales” – Editorial Sudamericana SA – Buenos Aires 1987)