jueves, 20 de agosto de 2009

La supuesta injusticia


Por Ludwig von Mises

Los más apasionados detractores del capitalismo son los que lo rechazan por su supuesta injusticia. Ahora bien, describir lo que debería ser pero no es –porque es contrario a las leyes inflexibles del universo real- constituye un pasatiempo gratuito. Tales divagaciones deben ser consideradas inocuas, mientras se mantengan en el plano de lo ilusorio. Pero cuando sus autores comienzan a desconocer la diferencia que existe entre la fantasía y la realidad, se transforman en el más serio de los obstáculos para los esfuerzos humanos encaminados a mejorar las condiciones externas de la vida y el bienestar.

La peor de estas ilusiones es la creencia de que la “naturaleza” ha otorgado a cada ser humano ciertos derechos, que son dispensados generosamente a cada niño que nace. Todo abunda, y para todos. En consecuencia, todos tienen el justo e inalienable derecho de reclamar íntegramente el legado que naturalmente les corresponde, demandándolo de los demás seres humanos y de la sociedad. Si hay pobres que pasan necesidad, es sólo porque otras personas los han privado injustamente de su herencia. Corresponde a la Iglesia y a las autoridades seculares impedir esa expoliación, y hacer que todos vivan en la prosperidad.

Esta doctrina es totalmente falsa, desde la primera a la última palabra. Ha contribuido a restringir la oferta de todas las cosas indispensables para la preservación de la vida humana. Ha poblado el mundo de seres que llevan en la esencia misma de su idiosincrasia el impulso de destruir la vida y el bienestar de los hombres. Despliega poderes y elementos cuya acción es dañina para la vida humana y para los esfuerzos humanos destinados a preservarla. La supervivencia y el bienestar del hombre han sido logrados gracias a la habilidad con que éste ha utilizado el principal instrumento de lo que lo ha dotado la naturaleza: la razón.

Los hombres, mediante la cooperación recíproca dentro del sistema de la división del trabajo, han creado toda la riqueza que los soñadores consideran una libertad de la naturaleza. En lo que se refiere a la “distribución” de esa riqueza, carece de sentido hablar de un principio de justicia, supuestamente divino o natural. No se trata de asignar porciones de un fondo que habría sido donado al hombre por la naturaleza. El problema consiste, en realidad, en impulsar a aquellas instituciones sociales que ponen a las personas en condiciones de continuar y aumentar la producción de todas las cosas que necesitan.

El Consejo Mundial de las Iglesias (World Council of Churches), organización ecuménica de las iglesias protestantes, declaró en 1948: “La justicia exige que los habitantes de Asia y África, por ejemplo, gocen de los beneficios de una mayor producción de maquinarias”. El único sentido posible de semejante declaración, llevaría a suponer que el Señor habría hecho a la humanidad el obsequio de una determinada cantidad de máquinas, esperando que estos artefactos fuesen distribuidos de un modo igualitario entre las diversas naciones. Pero la maldad de los países capitalistas, los habría llevado a adueñarse de una porción del “stock” mucho mayor que la que les hubiera correspondido según la “justicia”, privando así a los habitantes de Asia y África de su parte legítima…¡ Qué descaro!

La verdad es que la acumulación de capital y su inversión en maquinarias, fuente de la riqueza relativamente mayor de los pueblos occidentales, son resultado exclusivo del capitalismo del “laissez faire”, que ese mismo documento de las iglesias rechaza con vehemencia y juzga erróneamente sobre la base de consideraciones morales. No es culpa de los capitalistas, que los asiáticos y los africanos no hayan adoptado la ideología y la política que hubiera hecho posible el desarrollo de un capitalismo autóctono; como no lo es, tampoco, que la política de esas naciones se haya opuesto a las iniciativas de inversores extranjeros para proporcionarles “los beneficios de una mayor producción de maquinarias”.

Nadie discute que lo que causa la indigencia de cientos de millones de personas en Asia y en África, es la adhesión de esos pueblos a métodos primitivos de producción, que los conduce a privarse de los beneficios que podrían obtener si empleasen mejores herramientas y procedimientos tecnológicos actualizados. Pero hay una sola manera de aliviar sus males, a saber, la adopción sin reserva del capitalismo del “laissez faire”. Lo que necesitan es la empresa privada y la acumulación de nuevos capitales; les hacen falta capitalistas y empresarios. Ningún sentido tiene culpar al capitalismo y a las naciones capitalistas de Occidente por la difícil situación que los mismos pueblos atrasados se han buscado. El remedio indicado no es la “justicia”, sino el reemplazo de criterios inconsistentes por una política sólida, es decir por la política del “laissez faire”.

No fueron las vanas disquisiciones sobre un vago concepto de justicia las que elevaron su alto nivel actual las condiciones de vida del hombre medio en los países capitalistas, sino la actividad de hombres a los que se motejaba de “rudos individualistas” y “explotadores”. La pobreza de las naciones atrasadas se debe a que con sus medidas de expropiación, discriminación en el tratamiento fiscal y control de los cambios de moneda extranjera, impiden la inversión de capitales procedentes de otros países, a la vez que con su política interna detienen la acumulación de capitales propios.

Todos aquellos que rechazan al capitalismo con el argumento moral de que es un sistema injusto, están confundidos por su incapacidad para comprender en qué consiste el capital, cómo se crea y se mantiene, y cuáles son los beneficios que resultan de su empleo en los procesos productivos.

La única fuente generadora de nuevos bienes de capital es el ahorro. Ningún capital puede agregarse al existente si se consume todo lo que se produce. Pero si el consumo se realiza a un ritmo menor que el de la producción, y el excedente de los nuevos bienes producidos respecto de los bienes consumidos se aplica a incrementar los procesos productivos, estos últimos se desarrollarán en lo sucesivo con el aporte de más bienes de capital. Todos los bienes de capital son bienes intermedios, etapas en el camino que lleva desde el primer empleo de los factores de producción originarios –es decir, los recursos naturales y el trabajo humano- hasta la disponibilidad final de bienes listos para el consumo.

Además, todos son perecederos. Tarde o temprano, se gastan en el curso de los procesos de producción. Si se consumen todos los productos, sin reponer los bienes de capital que han sido utilizados hasta su total amortización para producirlos, se consume también el capital. Si esto sucede, la producción ulterior ya no contará sino con el aporte de un volumen menor de bienes de capital, y consecuentemente tendrá menos rendimiento por unidad utilizada de recursos naturales y trabajo humano. Para evitar esta suerte de inversión y ahorro “negativos”, debemos dedicar una parte del esfuerzo productivo al mantenimiento del capital, es decir a la reposición de los bienes de capital materialmente amortizados en la producción de bienes de uso directo.

El capital no es un regalo gratuito de Dios o de la naturaleza. Es el resultado de una previsora restricción del consumo por parte del hombre. Se crea y se aumenta mediante el ahorro, y se lo conserva absteniéndose de “des-ahorrar”.

Ni el capital ni los bienes de capital poseen, por sí solos, el poder de elevar la productividad de los recursos naturales y el trabajo humano. Sólo si son utilizados o invertidos con acierto, los frutos del ahorro incrementan efectivamente la producción, medida por unidad de insumo de recursos naturales y trabajo. En caso contrario, lo ahorrado se disipa o se malgasta.

Tanto la acumulación de nuevos capitales como la conservación de los ya acumulados y la utilización de unos y otros para elevar la productividad del esfuerzo económico, son el fruto de la acción humana consciente y deliberada. Se originan en la conducta de las personas ahorrativas, que además de ahorrar se abstienen de “des-ahorrar”, es decir los capitalistas, cuya retribución es el interés; y de personas que utilizan con acierto el capital disponible para satisfacer del mejor modo posible las necesidades de los consumidores, es decir los empresarios, cuya retribución es la ganancia.

Pero ni el capital (o bienes de capital), ni la destreza de los capitalistas y los empresarios en el manejo del capital, bastarían para mejorar las condiciones de vida del resto de las personas, si éstas, que no son capitalistas ni empresarios, no observasen por su parte un determinado comportamiento. Si los asalariados se comportasen realmente de acuerdo con lo que expresa la espuria “ley de bronce de los salarios”, y no supieran dar a sus remuneraciones otro uso que los de alimentarse y procrear hijos, el aumento del capital acumulado se operaría al mismo ritmo que el aumento cuantitativo de la población.

Todos los beneficios derivados de la acumulación de capitales adicionales serían absorbidos por el costo de multiplicar el número de seres humanos. Sin embargo, los hombres no responden ante el mejoramiento de sus condiciones materiales de vida del mismo modo que lo hacen los microbios y los roedores. Conocen otras satisfacciones, aparte de comer y reproducirse. Por lo tanto, en los países de civilización capitalista, el aumento del capital acumulado excede el aumento de la cantidad de población; y en la medida en que ello es así, la productividad marginal del trabajo se eleva en relación con la productividad marginal de los factores materiales de la producción. De ahí surge una tendencia al aumento de los salarios: la proporción del rendimiento total de la producción que va a parar a manos de los asalariados, se amplía en comparación con la parte que reciben los capitalistas en concepto de interés o los dueños de la tierra en concepto de renta.

Sólo tiene sentido hablar de la productividad del trabajo si nos referimos a su producción marginal, es decir, a la disminución del producto neto que pueda ser directamente atribuida a la eliminación de un trabajador; pues únicamente así el concepto de productividad laboral queda referido a una cantidad económica definida, a un volumen determinado de bienes o su equivalente en moneda. Por el contrario, una noción de la productividad general del trabajo, como la que se utiliza en los ambientes populares cuando se habla de un supuesto derecho natural de los obreros a reclamar como propio el aumento global de la productividad, carece de contenido y de definición concreta, pues se basa en la ilusión de que sería posible determinar la parte con que cada uno de los diversos factores que concurren en el proceso productivo ha contribuido físicamente al resultado final de dicho proceso.

Si cortamos un pliego de papel con unas tijeras, es imposible atribuir con certeza porciones del resultado de la operación a las tijeras (o a cada una de sus hojas) y al hombre que las hizo funcionar. Para fabricar un automóvil se necesitan varias máquinas y herramientas, distintas materias primas, el trabajo de una cantidad de operarios y, sobre todo, el plano del modelo; pero nadie podría determinar qué “cuota” o parte proporcional del vehículo terminado corresponde a cada uno de los diversos factores cuya cooperación se ha requerido para producirlo.

Para mayor claridad de este análisis podríamos prescindir, por un instante, de los argumentos que demuestran las falacias habituales en la visión popular del problema, y plantearnos este único interrogante: ¿Cuál de los dos factores, el trabajo o el capital, ha sido la causa del aumento de la productividad? Pero es el caso que, así formulada la pregunta, la respuesta obligada es: el capital. Lo que hace que el producto global por trabajador empleado sea mayor en los EEUU de nuestros días que en épocas pasadas, o que en países contemporáneos pero económicamente atrasados, es la circunstancia de que el obrero norteamericano actual trabaja con la ayuda de más y mejores herramientas. Si el equipamiento de capital (por obrero) no fuera ahora más abundante que hace trescientos años, la producción (siempre por cada trabajador) tampoco sería mayor. Lo que permite aumentar el volumen total de la producción –al margen de todo aumento del número de trabajadores ocupados- es la inversión en capitales fijos adicionales, los que sólo pueden acumularse mediante el ahorro adicional. A esos ahorros y a esas inversiones corresponde atribuir el mérito por la multiplicación de la productividad de la fuerza laboral local.

Si los salarios aumentan, y crece constantemente la participación de los asalariados en una producción total que a su vez es acrecentada por la acumulación adicional de capitales, es porque la tasa de acumulación de capital es más alta que la de aumento de la población. La doctrina oficial pasa por alto y en silencio este hecho, o bien la niega categóricamente. Pero la política de los sindicatos obreros muestra claramente que sus dirigentes tienen plena conciencia de que la teoría correcta es la misma que ellos, en público, descalifican como necia defensa de la burguesía. Son ellos los que con mayor vehemencia se oponen al aumento de la oferta de mano de obra en el orden nacional promoviendo leyes contra la inmigración, y también en su respectivo sector laboral, tratando de evitar el ingreso de nuevos trabajadores.

Por otra parte, la tendencia ascendente de los salarios en actividades donde la “productividad” individual no ha mejorado en absoluto, es otra demostración de que el aumento de la remuneración de la mano de obra no depende de esa “productividad” de cada trabajador, sino de la productividad marginal del trabajo en general. Son muchos los casos que así lo prueban. Hoy, un barbero rasura a su cliente exactamente del mismo modo que lo hacían sus predecesores de hace doscientos años. Un camarero sirve la mesa del primer ministro británico tal como los camareros de antaño sirvieron a Pitt y a Palmerston. Algunas tareas agrícolas se realizan todavía hoy con los mismos instrumentos y la misma técnica de siglos atrás. Sin embargo, todos estos trabajadores ganan ahora mucho más que en el pasado. Y esto ocurre precisamente porque sus salarios son determinados por la productividad marginal del trabajo.

El que emplea a un camarero, está apartando a ese hombre de la posibilidad de trabajar en una fábrica, y por lo tanto debe ofrecerle una paga equivalente al aumento de los rendimientos productivos que se obtendría mediante la incorporación de un operario adicional en la industria. No es por méritos del camarero que aumenta su salario, sino porque el aumento de los capitales invertidos sobrepasa al del aumento de trabajadores.

Son absurdas todas las doctrinas pseudoeconómicas que subestiman el papel del ahorro y de la acumulación de capitales. Si una sociedad capitalista es más rica que una sociedad no capitalista, es porque la oferta disponible de bienes de capital es mayor en la primera que en la segunda. Si las condiciones de vida de los asalariados han mejorado, es porque ha aumentado el capital fijo en equipos industriales, medido por cada uno de los individuos dispuestos a trabajar por un salario; y como consecuencia de esta realidad que crece sin cesar la parte que reciben los trabajadores de la producción total de bienes de consumo o uso directo. Ninguna de las vehementes arengas de Marx, de Keynes, o de cualquiera de los tantos otros autores menos conocidos, ha podido mostrar un solo punto débil en la afirmación de que existe una sola manera de aumentar los salarios en forma permanente y para todos los que están dispuestos a trabajar como dependientes, a saber: acelerar el aumento de capital disponible en relación con la población. Si esto es “injusto”, entonces habrá que culpar a la naturaleza, no al hombre.

El verdadero capitalismo

Por Ludwig von Mises

El surgimiento de la economía como una nueva rama del saber fue uno de los acontecimientos más prodigiosos de la historia de la humanidad. Al allanar el camino a la empresa capitalista privada, en el curso de unas pocas generaciones causó en todos los asuntos humanos una transformación más profunda que todas las producidas durante los diez mil años precedentes. Desde el día en que nacen hasta el momento en que dejan este mundo, los ciudadanos de un país capitalista viven beneficiándose, minuto a minuto, con las maravillosas realizaciones de los métodos capitalistas de pensamiento y acción.

Lo más asombroso de este cambio sin precedentes que el capitalismo introdujo en las condiciones de vida del planeta, es que su advenimiento se debió a un reducido número de escritores, y a un grupo apenas más numeroso de estadistas que asimilaron las enseñanzas de aquéllos. Ni las masas socialmente pasivas, ni los comerciantes, que por su actividad fueron los que pusieron en práctica el “laissez faire”, llegaron a comprender los rasgos esenciales del funcionamiento del sistema. Aun durante el apogeo del liberalismo, sólo unas pocas personas tenían plena conciencia de los mecanismos de la economía de mercado. La civilización occidental adoptó el capitalismo por recomendación de una pequeña “elite”.

En las primeras décadas del siglo XIX había muchas personas que consideraban que su falta de familiaridad con estos problemas era una grave deficiencia y sentían la preocupación de corregirla. En los años que transcurrieron desde Waterloo hasta Sebastopol, en Gran Bretaña no hubo libros que se leyeran con mayor avidez que los tratados de economía. Pero esta moda pronto pasó. El tema era imposible de digerir para el lector común.

La economía se diferencia tanto, por un lado, de las ciencias naturales y la tecnología, y por el otro de la historia y el derecho, que desconcierta y repugna al principiante. Su singularidad heurística es mirada con desconfianza por aquellos que realizan sus tareas de investigación en laboratorios o en archivos y bibliotecas. Su singularidad epistemológica resulta carente de sentido para la estrechez mental de los fanáticos del positivismo. A muchos les gustaría encontrar en un libro de economía el tipo de conocimiento que se ajustase perfectamente a su imagen preconcebida de lo que la economía debería ser, a saber, una disciplina conformada de acuerdo con la estructura lógica de la física o la biología; de ahí que se sientan desorientados y desistan de introducirse seriamente en problemas cuyo análisis requiere un esfuerzo mental desacostumbrado.

El resultado de esta ignorancia es que las personas corrientes atribuyen toda mejora de las condiciones económicas al progreso de las ciencias naturales y de la tecnología. Tal como ellas ven las cosas, prevalece en el curso de la historia humana una tendencia automática hacia el avance progresivo de las ciencias naturales experimentales y de su aplicación a la solución de los problemas tecnológicos. Se trataría de una tendencia irresistible inherente la destino de la especie humana, que opera y actúa con prescindencia de cuál sea la organización política y económica de la sociedad. Desde ese punto de vista, los adelantos tecnológicos sin precedentes de los últimos doscientos años no fueron causados ni impulsados por los criterios de política económica aplicados durante ese periodo histórico. No fueron mérito del liberalismo clásico, la libertad del comercio, el “laissez faire” y el capitalismo. Por lo tanto, continuarán produciéndose bajo cualquier otro sistema de organización económica de la sociedad.

Las doctrinas de Marx encontraron aceptación, simplemente, porque hicieron suya esta interpretación popular de los acontecimientos, revistiéndola de un velo pseudofilosófico que la hizo grata, al mismo tiempo, al espiritualismo hegeliano y al crudo materialismo. En el esquema de Marx, las “fuerzas materiales de la producción” constituyen un ente sobrehumano, independiente de la voluntad y de las acciones de los hombres. Esas fuerzas marchan por su propio camino, trazado por las leyes inevitables e inescrutables de un poder superior. Cambian de un modo misterioso, obligando a la humanidad a adaptar su organización social a esos cambios; porque hay algo a lo que esas fuerzas materiales de la producción se resisten, y es a ser encadenadas por la organización social humana. Así, el contenido esencial de la historia es la lucha de las fuerzas materiales de la producción por liberarse de las ataduras sociales que las aprisionan.

En remotos tiempos –enseña Marx- las fuerzas materiales de la producción se encontraron ceñidas dentro de la forma física del molino de viento, y entonces ellas dispusieron los asuntos humanos de acuerdo con el modelo feudal. Posteriormente, cuando las leyes insondables que determinan la evolución de las fuerzas materiales de la producción reemplazaron al molino de viento por el molino de vapor, el feudalismo tuvo que ceder paso al capitalismo. Luego las fuerzas materiales de la producción han seguido evolucionando, y su estado actual requiere imperiosamente la sustitución del capitalismo por el socialismo. Vano es el empeño de quienes tratan de contener la revolución socialista. Es imposible navegar contra la corriente del progreso histórico.

Las ideas de los llamados partidos de izquierda difieren entre sí en muchos aspectos, pero en una cosa están de acuerdo: todos ellos piensan que el mejoramiento material progresivo es un proceso automático. Para un afiliado a un sindicato obrero norteamericano, su nivel de vida es algo que se sobreentiende. El destino ha determinado que él pueda disfrutar de comodidades que les fueron negadas hasta a las personas más pudientes de generaciones anteriores, y que aún se niegan a quienes no son norteamericanos. No se le ocurre que el “rudo individualismo” del mundo de los grandes negocios haya podido tener algo que ver con la aparición de lo que él llama el “estilo americano de vida”. A sus ojos, la parte “patronal” representa las pretensiones injustas de los “explotadores”, decididos a privarle de lo que le corresponde por nacimiento. Piensa que existe, en el curso de la evolución histórica, una tendencia irreprimible al aumento continuado de la “productividad” de su trabajo; y le parece obvio que los frutos de este incremento le pertenecen por derecho, de un modo exclusivo. Es mérito suyo que, en la era del capitalismo, el cociente que resulta de dividir el valor de la producción total de las industrias de transformación por el número de personas empleadas, muestra una tendencia a aumentar.

Lo cierto es que el incremento de lo que se denomina productividad del trabajo, se debe al uso de herramientas y máquinas cada vez mejores. En una fábrica moderna, cien obreros producen por unidad de tiempo varias veces lo que producían habitualmente cien obreros en los talleres artesanales precapitalistas. Las condiciones de este aumento no están dadas por la mayor destreza, idoneidad o aplicación del trabajador individual (es cosa sabida que la habilidad que necesariamente deberían tener los artesanos medievales, era muy superior a la de muchas categorías de los actuales obreros industriales), sino por el empleo de herramientas y máquinas más eficientes, que a su vez es efecto de la mayor acumulación e inversión de capital.

Los términos capitalismo, capital y capitalista fueron utilizados por Marx, y lo son hoy por mucha gente con una connotación afrentosa. Y sin embargo, estas palabras designan con propiedad al principal factor cuya acción produjo todos los maravillosos avances de los últimos doscientos años, y con ellos la elevación sin precedentes de los niveles medios de vida para una población en constante aumento. Lo que distingue a las condiciones creadas por la industria moderna en los países capitalistas de las que existían en los tiempos precapitalistas, y también de las que prevalecen hoy en los llamados países subdesarrollados, es el volumen de los capitales disponibles. Ningún descubrimiento tecnológico puede ser aplicado si el capital necesario no ha sido previamente acumulado mediante el ahorro.

El ahorro, la acumulación de capital, es lo que ha hecho posible que la torpe búsqueda del alimento por parte del salvaje morador de las cavernas se haya ido transformando, paso a paso, en los modernos procedimientos de la industria. Los elementos reguladores de esta evolución fueron las ideas que crearon el marco institucional, dentro de cuyos términos la acumulación de capital quedó garantizada por el principio de la propiedad privada de los medios de producción. Cada paso que se ha dado en el camino hacia la prosperidad ha sido efecto del ahorro. Los inventos tecnológicos más ingeniosos serían prácticamente inútiles si no se hubieran acumulado mediante el ahorro los bienes de capital necesarios para su aprovechamiento.

Los empresarios utilizan los bienes de capital que el ahorro propio o ajeno pone a su disposición, para satisfacer del modo más económico las más urgentes de las necesidades aún no satisfechas de los consumidores. Junto con los expertos de la tecnología, dedicados al perfeccionamiento de los procesos industriales, y a la par de los que invierten sus economías, los empresarios desempeñan una activa función en la sucesión de acontecimientos que se denominan progreso económico. El resto de la humanidad se beneficia con las actividades de estas tres categorías de pioneros, pero cualquiera sea el mérito del aporte de cada uno, todos son meros beneficiarios de ciertos cambios a cuya producción nada contribuyeron.

El rasgo característico de la economía de mercado, es que en ella la mayor parte de los beneficios resultantes de los esfuerzos de las tres clases progresistas –los que ahorran, los que aportan los bienes de capital, y los creadores del adelanto tecnológico- van a parar a manos de la mayoría pasiva de la población. Por un lado la acumulación de capital en mayor medida que el aumento de la población, y por otro la productividad marginal del trabajo, abaratan los productos. El mecanismo del mercado brinda al hombre común la oportunidad de aprovechar los frutos de los empeños ajenos, forzando a las tres categorías progresistas a prestar el máximo servicio posible a la mayoría pasiva.

En una sociedad capitalista, cualquiera puede incorporarse a las filas de las tres clases que promueven el progreso, porque éstas no son castas cerradas. No se entra a formar parte de ellas por privilegio alguno, ni heredado ni conferido por una autoridad superior. Tampoco son asociaciones similares a un club, donde las ya incorporadas tengan derecho a excluir a un aspirante a ingresar. Todo lo que se necesita para convertirse en un capitalista, un empresario o un renovador de la tecnología, es inteligencia y fuerza de voluntad.

El que hereda bienes de fortuna lleva cierta ventaja, porque se inicia en condiciones más favorables que otros; mas no por eso se le facilita el desempeño requerido para competir en el mercado. Por el contrario, puede ocurrir que el esfuerzo le resulte más enfadoso y menos remunerativo que a un recién llegado. Por lo pronto, tiene que reorganizar el patrimonio heredado para adaptarlo a los cambios en las condiciones del mercado. Así, por ejemplo, los problemas que ha tenido que afrontar en los últimos años el heredero de un “imperio” ferroviario, ha sido ciertamente más engorroso que los que se presentaron a quien, aun iniciándose desde abajo, se haya dedicado al transporte aéreo o marítimo.

La filosofía popular del hombre corriente desfigura todos estos hechos del modo más lamentable. Al modo de ver del hombre de la calle, todas esas industrias que le proporcionan comodidades que eran desconocidas para su padre, surgieron por obra y gracia de cierta fuerza mítica llamada progreso. Ni la acumulación de capital, ni la función empresaria ni el ingenio tecnológico hicieron contribución alguna a la prosperidad, que nació por generación espontánea. Y si a alguien hay que reconocer méritos por eso que él considera un aumento en la productividad del trabajo, es al obrero de la línea de montaje.

Desgraciadamente, además de este mundo pecador existe la explotación del hombre por el hombre. Los patronos pasan la espumadera a la nata y, como lo señala el Manifiesto Comunista, sólo dejan al verdadero creador de todas las cosas buenas, al obrero manual, estrictamente lo que “necesita para subsistir y propagar su especie”. En consecuencia, “el trabajador moderno, en vez de elevarse con el progreso de la industria, se hunde cada vez más profundamente….Se convierte en un indigente, y el pauperismo crece más rápidamente que la población y la riqueza”. Los autores de esta descripción de la industria capitalista son ensalzados en las universidades como los más grandes filósofos y benefactores de la humanidad, y sus enseñanzas son aceptadas con temor reverencial por millones de seres que tienen en sus hogares todos los aparatos de la moderna tecnología, incluso receptores de radio y televisión.

La peor explotación, según los profesores, los dirigentes “obreros y los políticos, es la que realizan las grandes empresas. No advierten que el rasgo característico de la gran empresa es la producción en masa para satisfacer, precisamente, las necesidades de las masas. En el régimen capitalista, los mismos trabajadores, directa o indirectamente, son los principales consumidores de todo lo que las fábricas vuelcan al mercado.

En los días iniciales del capitalismo, pasaba un tiempo considerable entre el descubrimiento de una innovación y el momento en que sus aplicaciones llegaban a ser accesibles a las masas. Hace alrededor de sesenta años, Gabriel Tarde podía observar con razón que una novedad industrial es el lujo de una minoría antes de convertirse en una necesidad para todos, es decir que lo que en un comienzo se consideró una excentricidad, con el tiempo llega a ser consumo de rutina para todo el mundo. Y esta afirmación seguía siendo correcta respecto del automóvil en la época inmediatamente anterior a su gran difusión popular.

Pero el paso de una a otra etapa ha sido abreviado, casi eliminado, por la producción en gran escala de las grandes empresas actuales. Es que las aplicaciones de la moderna tecnología sólo resultan económicas con los métodos de la producción en masa, lo que explica que sean puestas al alcance de la mayoría en el momento mismo en que se incorporan al proceso industrial. En los EEUU, por ejemplo, no fue prácticamente digno de tomarse en cuenta el periodo de tiempo durante el cual sólo estuvieron reservadas a una minoría pudiente innovaciones tales como la televisión, las medias de nylon o los alimentos envasados para recién nacidos. En efecto, la gran empresa tiende a crear hábitos Standard de consumo o de esparcimiento.

Además, nadie pasa privaciones en la economía de mercado por el hecho de que algunos sean ricos. La riqueza de los ricos no causa la pobreza de nadie. El proceso por el cual algunas personas hacen fortuna, en cambio, es el corolario del proceso por el cual muchas otras obtienen una mejor satisfacción de sus necesidades. Empresarios, capitalistas y técnicos, prosperan y tienen éxito en la medida en que son capaces de lograr el máximo nivel de abastecimiento de los consumidores.

En punto alguno del universo existen jamás la estabilidad y la inmovilidad. El cambio y la transformación son características esenciales de la vida. Todo estado de cosas es transitorio; toda época es una época de transición. La vida humana no está nunca en clama ni reposo. La vida es un proceso, no la permanencia en un status quo. Sin embargo, la mente humana ha padecido siempre la ilusión de una existencia inmutable. El fin confesado de todos los movimientos inspirados en utopías, es detener el curso de la historia e implantar una calma final y permanente.

Los motivos psicológicos de esta tendencia son obvios. Todo cambio altera las condiciones externas de vida y bienestar y obliga a las personas a adaptarse de nuevo al medio ambiente, ahora modificado. Perjudica a los intereses creados, y amenaza a los modos tradicionales de producción y consumo. Perturba a los intelectualmente inertes, que se resisten a rever sus hábitos de pensamiento. El conservadorismo se opone a la naturaleza misma de la actividad humana; pero ha sido siempre el programa predilecto de la mayoría, cuya inercia rutinaria se opone a cada uno de los intentos de mejorar su propia situación, iniciados por la minoría dinámica.

Al emplear la palabra “reaccionario”, sólo se alude por lo general a los aristócratas y al clero, que denominaron conservadores a sus propios partidos. Sin embargo, los ejemplos más notables del espíritu reaccionario fueron brindados por otros grupos: por las cofradías de artesanos que obstruían el ingreso de personas ajenas al ramo; por los granjeros que reclamaban protección aduanera, subsidios y “precios de paridad”; por los jornaleros que eran hostiles al adelanto tecnológico y pedían condiciones de trabajo compatibles con la disciplina y la productividad.

Para la vana arrogancia de “literatos” y artistas bohemios, la actividad del hombre de negocios es desdeñable porque sólo consiste en hacer dinero y carece de todo contenido intelectual. Pero lo cierto es que los empresarios y promotores comerciales despliegan más inteligencia e intuición que el término medio de los escritores y pintores. La inferioridad de muchos que se consideran intelectuales, se pone de manifiesto precisamente en su incapacidad para reconocer las aptitudes y el vigor mental que se necesitan para dirigir una empresa y hacerla prosperar.


(Fragmentos de “Enfoques económicos del mundo actual” Compilado por L. S. Stepelevich – Editorial Troquel SA – Buenos Aires 1978)