jueves, 20 de agosto de 2009

El verdadero capitalismo

Por Ludwig von Mises

El surgimiento de la economía como una nueva rama del saber fue uno de los acontecimientos más prodigiosos de la historia de la humanidad. Al allanar el camino a la empresa capitalista privada, en el curso de unas pocas generaciones causó en todos los asuntos humanos una transformación más profunda que todas las producidas durante los diez mil años precedentes. Desde el día en que nacen hasta el momento en que dejan este mundo, los ciudadanos de un país capitalista viven beneficiándose, minuto a minuto, con las maravillosas realizaciones de los métodos capitalistas de pensamiento y acción.

Lo más asombroso de este cambio sin precedentes que el capitalismo introdujo en las condiciones de vida del planeta, es que su advenimiento se debió a un reducido número de escritores, y a un grupo apenas más numeroso de estadistas que asimilaron las enseñanzas de aquéllos. Ni las masas socialmente pasivas, ni los comerciantes, que por su actividad fueron los que pusieron en práctica el “laissez faire”, llegaron a comprender los rasgos esenciales del funcionamiento del sistema. Aun durante el apogeo del liberalismo, sólo unas pocas personas tenían plena conciencia de los mecanismos de la economía de mercado. La civilización occidental adoptó el capitalismo por recomendación de una pequeña “elite”.

En las primeras décadas del siglo XIX había muchas personas que consideraban que su falta de familiaridad con estos problemas era una grave deficiencia y sentían la preocupación de corregirla. En los años que transcurrieron desde Waterloo hasta Sebastopol, en Gran Bretaña no hubo libros que se leyeran con mayor avidez que los tratados de economía. Pero esta moda pronto pasó. El tema era imposible de digerir para el lector común.

La economía se diferencia tanto, por un lado, de las ciencias naturales y la tecnología, y por el otro de la historia y el derecho, que desconcierta y repugna al principiante. Su singularidad heurística es mirada con desconfianza por aquellos que realizan sus tareas de investigación en laboratorios o en archivos y bibliotecas. Su singularidad epistemológica resulta carente de sentido para la estrechez mental de los fanáticos del positivismo. A muchos les gustaría encontrar en un libro de economía el tipo de conocimiento que se ajustase perfectamente a su imagen preconcebida de lo que la economía debería ser, a saber, una disciplina conformada de acuerdo con la estructura lógica de la física o la biología; de ahí que se sientan desorientados y desistan de introducirse seriamente en problemas cuyo análisis requiere un esfuerzo mental desacostumbrado.

El resultado de esta ignorancia es que las personas corrientes atribuyen toda mejora de las condiciones económicas al progreso de las ciencias naturales y de la tecnología. Tal como ellas ven las cosas, prevalece en el curso de la historia humana una tendencia automática hacia el avance progresivo de las ciencias naturales experimentales y de su aplicación a la solución de los problemas tecnológicos. Se trataría de una tendencia irresistible inherente la destino de la especie humana, que opera y actúa con prescindencia de cuál sea la organización política y económica de la sociedad. Desde ese punto de vista, los adelantos tecnológicos sin precedentes de los últimos doscientos años no fueron causados ni impulsados por los criterios de política económica aplicados durante ese periodo histórico. No fueron mérito del liberalismo clásico, la libertad del comercio, el “laissez faire” y el capitalismo. Por lo tanto, continuarán produciéndose bajo cualquier otro sistema de organización económica de la sociedad.

Las doctrinas de Marx encontraron aceptación, simplemente, porque hicieron suya esta interpretación popular de los acontecimientos, revistiéndola de un velo pseudofilosófico que la hizo grata, al mismo tiempo, al espiritualismo hegeliano y al crudo materialismo. En el esquema de Marx, las “fuerzas materiales de la producción” constituyen un ente sobrehumano, independiente de la voluntad y de las acciones de los hombres. Esas fuerzas marchan por su propio camino, trazado por las leyes inevitables e inescrutables de un poder superior. Cambian de un modo misterioso, obligando a la humanidad a adaptar su organización social a esos cambios; porque hay algo a lo que esas fuerzas materiales de la producción se resisten, y es a ser encadenadas por la organización social humana. Así, el contenido esencial de la historia es la lucha de las fuerzas materiales de la producción por liberarse de las ataduras sociales que las aprisionan.

En remotos tiempos –enseña Marx- las fuerzas materiales de la producción se encontraron ceñidas dentro de la forma física del molino de viento, y entonces ellas dispusieron los asuntos humanos de acuerdo con el modelo feudal. Posteriormente, cuando las leyes insondables que determinan la evolución de las fuerzas materiales de la producción reemplazaron al molino de viento por el molino de vapor, el feudalismo tuvo que ceder paso al capitalismo. Luego las fuerzas materiales de la producción han seguido evolucionando, y su estado actual requiere imperiosamente la sustitución del capitalismo por el socialismo. Vano es el empeño de quienes tratan de contener la revolución socialista. Es imposible navegar contra la corriente del progreso histórico.

Las ideas de los llamados partidos de izquierda difieren entre sí en muchos aspectos, pero en una cosa están de acuerdo: todos ellos piensan que el mejoramiento material progresivo es un proceso automático. Para un afiliado a un sindicato obrero norteamericano, su nivel de vida es algo que se sobreentiende. El destino ha determinado que él pueda disfrutar de comodidades que les fueron negadas hasta a las personas más pudientes de generaciones anteriores, y que aún se niegan a quienes no son norteamericanos. No se le ocurre que el “rudo individualismo” del mundo de los grandes negocios haya podido tener algo que ver con la aparición de lo que él llama el “estilo americano de vida”. A sus ojos, la parte “patronal” representa las pretensiones injustas de los “explotadores”, decididos a privarle de lo que le corresponde por nacimiento. Piensa que existe, en el curso de la evolución histórica, una tendencia irreprimible al aumento continuado de la “productividad” de su trabajo; y le parece obvio que los frutos de este incremento le pertenecen por derecho, de un modo exclusivo. Es mérito suyo que, en la era del capitalismo, el cociente que resulta de dividir el valor de la producción total de las industrias de transformación por el número de personas empleadas, muestra una tendencia a aumentar.

Lo cierto es que el incremento de lo que se denomina productividad del trabajo, se debe al uso de herramientas y máquinas cada vez mejores. En una fábrica moderna, cien obreros producen por unidad de tiempo varias veces lo que producían habitualmente cien obreros en los talleres artesanales precapitalistas. Las condiciones de este aumento no están dadas por la mayor destreza, idoneidad o aplicación del trabajador individual (es cosa sabida que la habilidad que necesariamente deberían tener los artesanos medievales, era muy superior a la de muchas categorías de los actuales obreros industriales), sino por el empleo de herramientas y máquinas más eficientes, que a su vez es efecto de la mayor acumulación e inversión de capital.

Los términos capitalismo, capital y capitalista fueron utilizados por Marx, y lo son hoy por mucha gente con una connotación afrentosa. Y sin embargo, estas palabras designan con propiedad al principal factor cuya acción produjo todos los maravillosos avances de los últimos doscientos años, y con ellos la elevación sin precedentes de los niveles medios de vida para una población en constante aumento. Lo que distingue a las condiciones creadas por la industria moderna en los países capitalistas de las que existían en los tiempos precapitalistas, y también de las que prevalecen hoy en los llamados países subdesarrollados, es el volumen de los capitales disponibles. Ningún descubrimiento tecnológico puede ser aplicado si el capital necesario no ha sido previamente acumulado mediante el ahorro.

El ahorro, la acumulación de capital, es lo que ha hecho posible que la torpe búsqueda del alimento por parte del salvaje morador de las cavernas se haya ido transformando, paso a paso, en los modernos procedimientos de la industria. Los elementos reguladores de esta evolución fueron las ideas que crearon el marco institucional, dentro de cuyos términos la acumulación de capital quedó garantizada por el principio de la propiedad privada de los medios de producción. Cada paso que se ha dado en el camino hacia la prosperidad ha sido efecto del ahorro. Los inventos tecnológicos más ingeniosos serían prácticamente inútiles si no se hubieran acumulado mediante el ahorro los bienes de capital necesarios para su aprovechamiento.

Los empresarios utilizan los bienes de capital que el ahorro propio o ajeno pone a su disposición, para satisfacer del modo más económico las más urgentes de las necesidades aún no satisfechas de los consumidores. Junto con los expertos de la tecnología, dedicados al perfeccionamiento de los procesos industriales, y a la par de los que invierten sus economías, los empresarios desempeñan una activa función en la sucesión de acontecimientos que se denominan progreso económico. El resto de la humanidad se beneficia con las actividades de estas tres categorías de pioneros, pero cualquiera sea el mérito del aporte de cada uno, todos son meros beneficiarios de ciertos cambios a cuya producción nada contribuyeron.

El rasgo característico de la economía de mercado, es que en ella la mayor parte de los beneficios resultantes de los esfuerzos de las tres clases progresistas –los que ahorran, los que aportan los bienes de capital, y los creadores del adelanto tecnológico- van a parar a manos de la mayoría pasiva de la población. Por un lado la acumulación de capital en mayor medida que el aumento de la población, y por otro la productividad marginal del trabajo, abaratan los productos. El mecanismo del mercado brinda al hombre común la oportunidad de aprovechar los frutos de los empeños ajenos, forzando a las tres categorías progresistas a prestar el máximo servicio posible a la mayoría pasiva.

En una sociedad capitalista, cualquiera puede incorporarse a las filas de las tres clases que promueven el progreso, porque éstas no son castas cerradas. No se entra a formar parte de ellas por privilegio alguno, ni heredado ni conferido por una autoridad superior. Tampoco son asociaciones similares a un club, donde las ya incorporadas tengan derecho a excluir a un aspirante a ingresar. Todo lo que se necesita para convertirse en un capitalista, un empresario o un renovador de la tecnología, es inteligencia y fuerza de voluntad.

El que hereda bienes de fortuna lleva cierta ventaja, porque se inicia en condiciones más favorables que otros; mas no por eso se le facilita el desempeño requerido para competir en el mercado. Por el contrario, puede ocurrir que el esfuerzo le resulte más enfadoso y menos remunerativo que a un recién llegado. Por lo pronto, tiene que reorganizar el patrimonio heredado para adaptarlo a los cambios en las condiciones del mercado. Así, por ejemplo, los problemas que ha tenido que afrontar en los últimos años el heredero de un “imperio” ferroviario, ha sido ciertamente más engorroso que los que se presentaron a quien, aun iniciándose desde abajo, se haya dedicado al transporte aéreo o marítimo.

La filosofía popular del hombre corriente desfigura todos estos hechos del modo más lamentable. Al modo de ver del hombre de la calle, todas esas industrias que le proporcionan comodidades que eran desconocidas para su padre, surgieron por obra y gracia de cierta fuerza mítica llamada progreso. Ni la acumulación de capital, ni la función empresaria ni el ingenio tecnológico hicieron contribución alguna a la prosperidad, que nació por generación espontánea. Y si a alguien hay que reconocer méritos por eso que él considera un aumento en la productividad del trabajo, es al obrero de la línea de montaje.

Desgraciadamente, además de este mundo pecador existe la explotación del hombre por el hombre. Los patronos pasan la espumadera a la nata y, como lo señala el Manifiesto Comunista, sólo dejan al verdadero creador de todas las cosas buenas, al obrero manual, estrictamente lo que “necesita para subsistir y propagar su especie”. En consecuencia, “el trabajador moderno, en vez de elevarse con el progreso de la industria, se hunde cada vez más profundamente….Se convierte en un indigente, y el pauperismo crece más rápidamente que la población y la riqueza”. Los autores de esta descripción de la industria capitalista son ensalzados en las universidades como los más grandes filósofos y benefactores de la humanidad, y sus enseñanzas son aceptadas con temor reverencial por millones de seres que tienen en sus hogares todos los aparatos de la moderna tecnología, incluso receptores de radio y televisión.

La peor explotación, según los profesores, los dirigentes “obreros y los políticos, es la que realizan las grandes empresas. No advierten que el rasgo característico de la gran empresa es la producción en masa para satisfacer, precisamente, las necesidades de las masas. En el régimen capitalista, los mismos trabajadores, directa o indirectamente, son los principales consumidores de todo lo que las fábricas vuelcan al mercado.

En los días iniciales del capitalismo, pasaba un tiempo considerable entre el descubrimiento de una innovación y el momento en que sus aplicaciones llegaban a ser accesibles a las masas. Hace alrededor de sesenta años, Gabriel Tarde podía observar con razón que una novedad industrial es el lujo de una minoría antes de convertirse en una necesidad para todos, es decir que lo que en un comienzo se consideró una excentricidad, con el tiempo llega a ser consumo de rutina para todo el mundo. Y esta afirmación seguía siendo correcta respecto del automóvil en la época inmediatamente anterior a su gran difusión popular.

Pero el paso de una a otra etapa ha sido abreviado, casi eliminado, por la producción en gran escala de las grandes empresas actuales. Es que las aplicaciones de la moderna tecnología sólo resultan económicas con los métodos de la producción en masa, lo que explica que sean puestas al alcance de la mayoría en el momento mismo en que se incorporan al proceso industrial. En los EEUU, por ejemplo, no fue prácticamente digno de tomarse en cuenta el periodo de tiempo durante el cual sólo estuvieron reservadas a una minoría pudiente innovaciones tales como la televisión, las medias de nylon o los alimentos envasados para recién nacidos. En efecto, la gran empresa tiende a crear hábitos Standard de consumo o de esparcimiento.

Además, nadie pasa privaciones en la economía de mercado por el hecho de que algunos sean ricos. La riqueza de los ricos no causa la pobreza de nadie. El proceso por el cual algunas personas hacen fortuna, en cambio, es el corolario del proceso por el cual muchas otras obtienen una mejor satisfacción de sus necesidades. Empresarios, capitalistas y técnicos, prosperan y tienen éxito en la medida en que son capaces de lograr el máximo nivel de abastecimiento de los consumidores.

En punto alguno del universo existen jamás la estabilidad y la inmovilidad. El cambio y la transformación son características esenciales de la vida. Todo estado de cosas es transitorio; toda época es una época de transición. La vida humana no está nunca en clama ni reposo. La vida es un proceso, no la permanencia en un status quo. Sin embargo, la mente humana ha padecido siempre la ilusión de una existencia inmutable. El fin confesado de todos los movimientos inspirados en utopías, es detener el curso de la historia e implantar una calma final y permanente.

Los motivos psicológicos de esta tendencia son obvios. Todo cambio altera las condiciones externas de vida y bienestar y obliga a las personas a adaptarse de nuevo al medio ambiente, ahora modificado. Perjudica a los intereses creados, y amenaza a los modos tradicionales de producción y consumo. Perturba a los intelectualmente inertes, que se resisten a rever sus hábitos de pensamiento. El conservadorismo se opone a la naturaleza misma de la actividad humana; pero ha sido siempre el programa predilecto de la mayoría, cuya inercia rutinaria se opone a cada uno de los intentos de mejorar su propia situación, iniciados por la minoría dinámica.

Al emplear la palabra “reaccionario”, sólo se alude por lo general a los aristócratas y al clero, que denominaron conservadores a sus propios partidos. Sin embargo, los ejemplos más notables del espíritu reaccionario fueron brindados por otros grupos: por las cofradías de artesanos que obstruían el ingreso de personas ajenas al ramo; por los granjeros que reclamaban protección aduanera, subsidios y “precios de paridad”; por los jornaleros que eran hostiles al adelanto tecnológico y pedían condiciones de trabajo compatibles con la disciplina y la productividad.

Para la vana arrogancia de “literatos” y artistas bohemios, la actividad del hombre de negocios es desdeñable porque sólo consiste en hacer dinero y carece de todo contenido intelectual. Pero lo cierto es que los empresarios y promotores comerciales despliegan más inteligencia e intuición que el término medio de los escritores y pintores. La inferioridad de muchos que se consideran intelectuales, se pone de manifiesto precisamente en su incapacidad para reconocer las aptitudes y el vigor mental que se necesitan para dirigir una empresa y hacerla prosperar.


(Fragmentos de “Enfoques económicos del mundo actual” Compilado por L. S. Stepelevich – Editorial Troquel SA – Buenos Aires 1978)

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