jueves, 20 de agosto de 2009

La supuesta injusticia


Por Ludwig von Mises

Los más apasionados detractores del capitalismo son los que lo rechazan por su supuesta injusticia. Ahora bien, describir lo que debería ser pero no es –porque es contrario a las leyes inflexibles del universo real- constituye un pasatiempo gratuito. Tales divagaciones deben ser consideradas inocuas, mientras se mantengan en el plano de lo ilusorio. Pero cuando sus autores comienzan a desconocer la diferencia que existe entre la fantasía y la realidad, se transforman en el más serio de los obstáculos para los esfuerzos humanos encaminados a mejorar las condiciones externas de la vida y el bienestar.

La peor de estas ilusiones es la creencia de que la “naturaleza” ha otorgado a cada ser humano ciertos derechos, que son dispensados generosamente a cada niño que nace. Todo abunda, y para todos. En consecuencia, todos tienen el justo e inalienable derecho de reclamar íntegramente el legado que naturalmente les corresponde, demandándolo de los demás seres humanos y de la sociedad. Si hay pobres que pasan necesidad, es sólo porque otras personas los han privado injustamente de su herencia. Corresponde a la Iglesia y a las autoridades seculares impedir esa expoliación, y hacer que todos vivan en la prosperidad.

Esta doctrina es totalmente falsa, desde la primera a la última palabra. Ha contribuido a restringir la oferta de todas las cosas indispensables para la preservación de la vida humana. Ha poblado el mundo de seres que llevan en la esencia misma de su idiosincrasia el impulso de destruir la vida y el bienestar de los hombres. Despliega poderes y elementos cuya acción es dañina para la vida humana y para los esfuerzos humanos destinados a preservarla. La supervivencia y el bienestar del hombre han sido logrados gracias a la habilidad con que éste ha utilizado el principal instrumento de lo que lo ha dotado la naturaleza: la razón.

Los hombres, mediante la cooperación recíproca dentro del sistema de la división del trabajo, han creado toda la riqueza que los soñadores consideran una libertad de la naturaleza. En lo que se refiere a la “distribución” de esa riqueza, carece de sentido hablar de un principio de justicia, supuestamente divino o natural. No se trata de asignar porciones de un fondo que habría sido donado al hombre por la naturaleza. El problema consiste, en realidad, en impulsar a aquellas instituciones sociales que ponen a las personas en condiciones de continuar y aumentar la producción de todas las cosas que necesitan.

El Consejo Mundial de las Iglesias (World Council of Churches), organización ecuménica de las iglesias protestantes, declaró en 1948: “La justicia exige que los habitantes de Asia y África, por ejemplo, gocen de los beneficios de una mayor producción de maquinarias”. El único sentido posible de semejante declaración, llevaría a suponer que el Señor habría hecho a la humanidad el obsequio de una determinada cantidad de máquinas, esperando que estos artefactos fuesen distribuidos de un modo igualitario entre las diversas naciones. Pero la maldad de los países capitalistas, los habría llevado a adueñarse de una porción del “stock” mucho mayor que la que les hubiera correspondido según la “justicia”, privando así a los habitantes de Asia y África de su parte legítima…¡ Qué descaro!

La verdad es que la acumulación de capital y su inversión en maquinarias, fuente de la riqueza relativamente mayor de los pueblos occidentales, son resultado exclusivo del capitalismo del “laissez faire”, que ese mismo documento de las iglesias rechaza con vehemencia y juzga erróneamente sobre la base de consideraciones morales. No es culpa de los capitalistas, que los asiáticos y los africanos no hayan adoptado la ideología y la política que hubiera hecho posible el desarrollo de un capitalismo autóctono; como no lo es, tampoco, que la política de esas naciones se haya opuesto a las iniciativas de inversores extranjeros para proporcionarles “los beneficios de una mayor producción de maquinarias”.

Nadie discute que lo que causa la indigencia de cientos de millones de personas en Asia y en África, es la adhesión de esos pueblos a métodos primitivos de producción, que los conduce a privarse de los beneficios que podrían obtener si empleasen mejores herramientas y procedimientos tecnológicos actualizados. Pero hay una sola manera de aliviar sus males, a saber, la adopción sin reserva del capitalismo del “laissez faire”. Lo que necesitan es la empresa privada y la acumulación de nuevos capitales; les hacen falta capitalistas y empresarios. Ningún sentido tiene culpar al capitalismo y a las naciones capitalistas de Occidente por la difícil situación que los mismos pueblos atrasados se han buscado. El remedio indicado no es la “justicia”, sino el reemplazo de criterios inconsistentes por una política sólida, es decir por la política del “laissez faire”.

No fueron las vanas disquisiciones sobre un vago concepto de justicia las que elevaron su alto nivel actual las condiciones de vida del hombre medio en los países capitalistas, sino la actividad de hombres a los que se motejaba de “rudos individualistas” y “explotadores”. La pobreza de las naciones atrasadas se debe a que con sus medidas de expropiación, discriminación en el tratamiento fiscal y control de los cambios de moneda extranjera, impiden la inversión de capitales procedentes de otros países, a la vez que con su política interna detienen la acumulación de capitales propios.

Todos aquellos que rechazan al capitalismo con el argumento moral de que es un sistema injusto, están confundidos por su incapacidad para comprender en qué consiste el capital, cómo se crea y se mantiene, y cuáles son los beneficios que resultan de su empleo en los procesos productivos.

La única fuente generadora de nuevos bienes de capital es el ahorro. Ningún capital puede agregarse al existente si se consume todo lo que se produce. Pero si el consumo se realiza a un ritmo menor que el de la producción, y el excedente de los nuevos bienes producidos respecto de los bienes consumidos se aplica a incrementar los procesos productivos, estos últimos se desarrollarán en lo sucesivo con el aporte de más bienes de capital. Todos los bienes de capital son bienes intermedios, etapas en el camino que lleva desde el primer empleo de los factores de producción originarios –es decir, los recursos naturales y el trabajo humano- hasta la disponibilidad final de bienes listos para el consumo.

Además, todos son perecederos. Tarde o temprano, se gastan en el curso de los procesos de producción. Si se consumen todos los productos, sin reponer los bienes de capital que han sido utilizados hasta su total amortización para producirlos, se consume también el capital. Si esto sucede, la producción ulterior ya no contará sino con el aporte de un volumen menor de bienes de capital, y consecuentemente tendrá menos rendimiento por unidad utilizada de recursos naturales y trabajo humano. Para evitar esta suerte de inversión y ahorro “negativos”, debemos dedicar una parte del esfuerzo productivo al mantenimiento del capital, es decir a la reposición de los bienes de capital materialmente amortizados en la producción de bienes de uso directo.

El capital no es un regalo gratuito de Dios o de la naturaleza. Es el resultado de una previsora restricción del consumo por parte del hombre. Se crea y se aumenta mediante el ahorro, y se lo conserva absteniéndose de “des-ahorrar”.

Ni el capital ni los bienes de capital poseen, por sí solos, el poder de elevar la productividad de los recursos naturales y el trabajo humano. Sólo si son utilizados o invertidos con acierto, los frutos del ahorro incrementan efectivamente la producción, medida por unidad de insumo de recursos naturales y trabajo. En caso contrario, lo ahorrado se disipa o se malgasta.

Tanto la acumulación de nuevos capitales como la conservación de los ya acumulados y la utilización de unos y otros para elevar la productividad del esfuerzo económico, son el fruto de la acción humana consciente y deliberada. Se originan en la conducta de las personas ahorrativas, que además de ahorrar se abstienen de “des-ahorrar”, es decir los capitalistas, cuya retribución es el interés; y de personas que utilizan con acierto el capital disponible para satisfacer del mejor modo posible las necesidades de los consumidores, es decir los empresarios, cuya retribución es la ganancia.

Pero ni el capital (o bienes de capital), ni la destreza de los capitalistas y los empresarios en el manejo del capital, bastarían para mejorar las condiciones de vida del resto de las personas, si éstas, que no son capitalistas ni empresarios, no observasen por su parte un determinado comportamiento. Si los asalariados se comportasen realmente de acuerdo con lo que expresa la espuria “ley de bronce de los salarios”, y no supieran dar a sus remuneraciones otro uso que los de alimentarse y procrear hijos, el aumento del capital acumulado se operaría al mismo ritmo que el aumento cuantitativo de la población.

Todos los beneficios derivados de la acumulación de capitales adicionales serían absorbidos por el costo de multiplicar el número de seres humanos. Sin embargo, los hombres no responden ante el mejoramiento de sus condiciones materiales de vida del mismo modo que lo hacen los microbios y los roedores. Conocen otras satisfacciones, aparte de comer y reproducirse. Por lo tanto, en los países de civilización capitalista, el aumento del capital acumulado excede el aumento de la cantidad de población; y en la medida en que ello es así, la productividad marginal del trabajo se eleva en relación con la productividad marginal de los factores materiales de la producción. De ahí surge una tendencia al aumento de los salarios: la proporción del rendimiento total de la producción que va a parar a manos de los asalariados, se amplía en comparación con la parte que reciben los capitalistas en concepto de interés o los dueños de la tierra en concepto de renta.

Sólo tiene sentido hablar de la productividad del trabajo si nos referimos a su producción marginal, es decir, a la disminución del producto neto que pueda ser directamente atribuida a la eliminación de un trabajador; pues únicamente así el concepto de productividad laboral queda referido a una cantidad económica definida, a un volumen determinado de bienes o su equivalente en moneda. Por el contrario, una noción de la productividad general del trabajo, como la que se utiliza en los ambientes populares cuando se habla de un supuesto derecho natural de los obreros a reclamar como propio el aumento global de la productividad, carece de contenido y de definición concreta, pues se basa en la ilusión de que sería posible determinar la parte con que cada uno de los diversos factores que concurren en el proceso productivo ha contribuido físicamente al resultado final de dicho proceso.

Si cortamos un pliego de papel con unas tijeras, es imposible atribuir con certeza porciones del resultado de la operación a las tijeras (o a cada una de sus hojas) y al hombre que las hizo funcionar. Para fabricar un automóvil se necesitan varias máquinas y herramientas, distintas materias primas, el trabajo de una cantidad de operarios y, sobre todo, el plano del modelo; pero nadie podría determinar qué “cuota” o parte proporcional del vehículo terminado corresponde a cada uno de los diversos factores cuya cooperación se ha requerido para producirlo.

Para mayor claridad de este análisis podríamos prescindir, por un instante, de los argumentos que demuestran las falacias habituales en la visión popular del problema, y plantearnos este único interrogante: ¿Cuál de los dos factores, el trabajo o el capital, ha sido la causa del aumento de la productividad? Pero es el caso que, así formulada la pregunta, la respuesta obligada es: el capital. Lo que hace que el producto global por trabajador empleado sea mayor en los EEUU de nuestros días que en épocas pasadas, o que en países contemporáneos pero económicamente atrasados, es la circunstancia de que el obrero norteamericano actual trabaja con la ayuda de más y mejores herramientas. Si el equipamiento de capital (por obrero) no fuera ahora más abundante que hace trescientos años, la producción (siempre por cada trabajador) tampoco sería mayor. Lo que permite aumentar el volumen total de la producción –al margen de todo aumento del número de trabajadores ocupados- es la inversión en capitales fijos adicionales, los que sólo pueden acumularse mediante el ahorro adicional. A esos ahorros y a esas inversiones corresponde atribuir el mérito por la multiplicación de la productividad de la fuerza laboral local.

Si los salarios aumentan, y crece constantemente la participación de los asalariados en una producción total que a su vez es acrecentada por la acumulación adicional de capitales, es porque la tasa de acumulación de capital es más alta que la de aumento de la población. La doctrina oficial pasa por alto y en silencio este hecho, o bien la niega categóricamente. Pero la política de los sindicatos obreros muestra claramente que sus dirigentes tienen plena conciencia de que la teoría correcta es la misma que ellos, en público, descalifican como necia defensa de la burguesía. Son ellos los que con mayor vehemencia se oponen al aumento de la oferta de mano de obra en el orden nacional promoviendo leyes contra la inmigración, y también en su respectivo sector laboral, tratando de evitar el ingreso de nuevos trabajadores.

Por otra parte, la tendencia ascendente de los salarios en actividades donde la “productividad” individual no ha mejorado en absoluto, es otra demostración de que el aumento de la remuneración de la mano de obra no depende de esa “productividad” de cada trabajador, sino de la productividad marginal del trabajo en general. Son muchos los casos que así lo prueban. Hoy, un barbero rasura a su cliente exactamente del mismo modo que lo hacían sus predecesores de hace doscientos años. Un camarero sirve la mesa del primer ministro británico tal como los camareros de antaño sirvieron a Pitt y a Palmerston. Algunas tareas agrícolas se realizan todavía hoy con los mismos instrumentos y la misma técnica de siglos atrás. Sin embargo, todos estos trabajadores ganan ahora mucho más que en el pasado. Y esto ocurre precisamente porque sus salarios son determinados por la productividad marginal del trabajo.

El que emplea a un camarero, está apartando a ese hombre de la posibilidad de trabajar en una fábrica, y por lo tanto debe ofrecerle una paga equivalente al aumento de los rendimientos productivos que se obtendría mediante la incorporación de un operario adicional en la industria. No es por méritos del camarero que aumenta su salario, sino porque el aumento de los capitales invertidos sobrepasa al del aumento de trabajadores.

Son absurdas todas las doctrinas pseudoeconómicas que subestiman el papel del ahorro y de la acumulación de capitales. Si una sociedad capitalista es más rica que una sociedad no capitalista, es porque la oferta disponible de bienes de capital es mayor en la primera que en la segunda. Si las condiciones de vida de los asalariados han mejorado, es porque ha aumentado el capital fijo en equipos industriales, medido por cada uno de los individuos dispuestos a trabajar por un salario; y como consecuencia de esta realidad que crece sin cesar la parte que reciben los trabajadores de la producción total de bienes de consumo o uso directo. Ninguna de las vehementes arengas de Marx, de Keynes, o de cualquiera de los tantos otros autores menos conocidos, ha podido mostrar un solo punto débil en la afirmación de que existe una sola manera de aumentar los salarios en forma permanente y para todos los que están dispuestos a trabajar como dependientes, a saber: acelerar el aumento de capital disponible en relación con la población. Si esto es “injusto”, entonces habrá que culpar a la naturaleza, no al hombre.

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