martes, 25 de junio de 2019

Adam Smith y el mito de la codicia

Por Tom G. Palmer

En este ensayo, el autor desvela el mito de un Adam Smith ingenuo que creía que el “interés propio” era suficiente para crear prosperidad. Pareciera que aquellos que citan a Smith en ese sentido jamás leyeron más que algunas citas de sus trabajos, y no están al tanto del gran énfasis que Smith le asignó al papel de las instituciones y a los efectos nocivos que las conductas signadas por el interés propio pueden tener si se canalizan a través de las instituciones coercitivas del Estado. El Estado de Derecho, la propiedad, los contratos y el intercambio canalizan el interés propio hacia el beneficio mutuo, mientras que la anarquía y el no respeto a la propiedad confieren al interés propio un sentido totalmente distinto y profundamente nocivo.

Se suele escuchar con frecuencia que Adam Smith creía que si las personas se limitaban a actuar con egoísmo, todo estaría bien en el mundo: que “la codicia hace girar al mundo”. Smith, desde ya, no creía que depender exclusivamente de motivaciones egoístas fuera a hacer del mundo un mejor lugar, ni promovía o alentaba comportamientos egoístas. El extenso análisis que presenta en "La teoría de los sentimientos morales" sobre la función del “espectador imparcial” debería descartar dichas interpretaciones erróneas.

Smith no era un defensor del egoísmo, pero tampoco era suficientemente ingenuo como para creer que la devoción desinteresada al bienestar de los demás (o el hecho de profesar esa devoción) harían del mundo un mejor lugar. Como señaló Stephen Holmes en su ensayo correctivo “The Secret History of Self-Interest”. Smith conocía a la perfección los efectos destructivos de muchas pasiones “desinteresadas”, como la envidia, la malicia, la venganza, el fanatismo y demás. Los fanáticos desinteresados de la Inquisición española hicieron lo que hicieron con la esperanza de que en el último momento de agonía los herejes moribundos se arrepintieran y recibieran la gracia divina de Dios. Esa doctrina se denominaba justificación salvífica. Humberto de Romans, en sus instrucciones para los inquisidores, insistía que ellos justificaran ante la congregación los castigos que debían imponer a los herejes, por qué “rogamos a Dios, y les rogamos que se unan a nosotros en oración, para que el don de su gracia permita a aquellos que deben ser castigados soportar pacientemente los castigos que pretendemos imponerles (en demanda de justicia, pero con dolor), de modo que redunden en la salvación. Es por eso que imponemos dichos castigos”

En opinión de Smith, esa devoción desinteresada al bienestar de los demás no era moralmente superior a aquellos mercaderes supuestamente egoístas que buscaban enriquecerse vendiendo cerveza y pescado seco salado a los clientes sedientos y hambrientos. Smith es difícilmente un defensor general de las conductas egoístas, ya que la posibilidad de que dichas motivaciones permitan impulsar el bienestar general “como si fueran guiadas por una mano invisible” depende en gran medida del contexto de las acciones y, en particular, del marco institucional.

En ocasiones, nuestro deseo egoísta de caer bien a los demás puede, de hecho, llevarnos a adoptar una perspectiva moral, ya que nos hace pensar en cómo los otros nos perciben. En los contextos interpersonales a pequeña escala que suelen describirse en la "Teoría de los sentimientos morales", es posible que esa motivación resulte en un beneficio general, ya que el “deseo de convertirnos en objeto de los mismos sentimientos agradables y de ser tan afables y admirables como aquellos que más amamos y admiramos” nos exige “convertirnos en espectadores imparciales de nuestro carácter y nuestra conducta”. Incluso el interés propio aparentemente excesivo, bajo un marco institucional correcto, puede ser beneficioso para otros, como ocurre en la historia que cuenta Smith acerca del hijo del hombre pobre cuya ambición lo lleva a trabajar incansablemente a fin de acumular riqueza y que descubre tras una vida de trabajo duro que no es más feliz que el mendigo que toma sol al costado del camino; la búsqueda ambiciosamente excesiva del propio interés por parte del hijo del hombre pobre benefició al resto de la humanidad, ya que lo llevó a producir y acumular la riqueza que hizo posible la existencia de muchos otros, ya que “la tierra, por estos trabajos del hombre, se vio obligada a redoblar su fertilidad natural y a mantener a una mayor multitud de habitantes”

En el contexto más amplio de la economía política descrito en muchos pasajes de la "Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones", específicamente aquellos referidos a la interacción con las instituciones del Estado, no es tan probable que la búsqueda del propio interés tenga efectos positivos. El propio interés de los mercaderes, por ejemplo, los lleva a ejercer presión sobre el Estado para promover la generación de consorcios, el proteccionismo o incluso la guerra: “... esperar, de hecho, que la libertad de comercio se restaurare completamente en Gran Bretaña, es tan absurdo como esperar que una Océana o una Utopía se establezcan en el país. No se oponen solo los intereses del público, sino también al interés privado de muchas personas, que es mucho.

"En el sistema de leyes que se creó para la gestión de nuestras colonias en América y en las Indias Occidentales, el interés del consumidor local se sacrificó a favor del interés del productor con una extravagante profusión de normas mayor que en todo el resto de nuestras regulaciones comerciales. Se creó un gran imperio con el único fin de desarrollar una nación de clientes que debían ser obligados a comprar en los comercios de nuestros diversos productores todos los bienes que dichos comercios podrían ofrecerles. En pos de esa leve mejora del precio que este monopolio podría habilitar a nuestros productores, los consumidores locales han sido sometidos a la carga de mantener y defender dicho imperio. Con ese fin y ningún otro, en las últimas dos guerras, se gastaron más de doscientos millones y se contrajo nueva deuda de más de ciento setenta millones por encima de lo que se había gastado en guerras anteriores. El interés de esa deuda en sí mismo no solo es mayor que toda la ganancia extraordinaria que pueda proyectarse y que se logrará a partir del monopolio del comercio colonial, sino también que el valor completo de ese comercio o el valor total de los bienes que se exportaron en promedio a las colonias anualmente".

Por lo tanto, la opinión de Smith acerca de la afirmación de Gordon Gecko, el personaje de la película Wall Street, de Oliver Stone, “La codicia es buena”, es sin lugar a dudas: “a veces sí, a veces no” (asumiendo que todo comportamiento que proviene interés propio es “codicia”). La diferencia es el marco institucional.

¿Qué ocurre con la opinión habitual de que los mercados favorecen las conductas egoístas, qué la actitud psicológica que engendra el intercambio promueve el egoísmo? No conozco ninguna razón de peso para pensar que los mercados promueven el egoísmo o la codicia, en el sentido de que la interacción de mercado aumente la cantidad de codicia o la propensión de las personas a ser egoístas en comparación con lo que se observa en las sociedades gobernadas por Estados que suprimen, desalientan, o perturban los mercados, o interfieren con ellos. De hecho, los mercados posibilitan que los más altruistas, y también los más egoístas, persigan sus fines en paz. Los que dedican sus vidas a ayudar a los demás usan los mercados con Adam Smith, ese fin, tal como los utilizan aquellos que tienen la meta de aumentar su acumulación de riqueza. Algunos de estos últimos incluso acumulan riqueza para aumentar su capacidad de ayudar a otros. George Soros y Bill Gates son ejemplos de esa actitud; ganan enormes cantidades de dinero, al menos en parte para aumentar su capacidad de ayudar a otros a través de sus variadas actividades solidarias.

La generación de riqueza en el contexto de la búsqueda de ganancias les permite ser generosos. Un filántropo o santo desea usar la riqueza que tiene disponible para alimentar, vestir y confortar a la mayor cantidad de personas posibles. Los mercados le permiten encontrar los precios más bajos de abrigo, de alimento y de medicamentos para atender a quienes necesitan su asistencia. Los mercados permiten que la generación de riqueza pueda utilizarse para ayudar a los desafortunados y facilitan que los caritativos maximicen su capacidad de ayudar a otros. Los mercados hacen posible la caridad.

Un error común es el de identificar los fines de las personas exclusivamente con su “interés propio”, que a su vez se confunde con “egoísmo”. Los fines de las personas en el mercado son, en efecto, fines personales, pero como personas con fines, también nos preocupan los intereses y el bienestar de los otros: los integrantes de nuestra familia, nuestros amigos, nuestros vecinos e incluso completos extraños que jamás conoceremos. Los mercados ayudan, sin duda, a las personas a tomar consciencia sobre las necesidades de los otros, incluso de completos extraños.

Philip Wicksteed presentó un análisis matizado de las motivaciones en los intercambios de mercado. En lugar de referirse al “egoísmo” para explicar las motivaciones detrás de la participación en intercambios de mercado (uno podría ir al mercado para comprar alimento para los pobres, por ejemplo), acuñó el término “no-tuismo”. Podemos vender nuestros productos para ganar dinero para ayudar a nuestros amigos o incluso a extraños, pero cuando regateamos para obtener el precio más bajo o el más alto, no es habitual que lo hagamos teniendo en cuenta el bienestar de la otra parte con la que estamos negociando. Si lo hacemos, estamos haciendo un intercambio y un regalo, lo que complica un poco la naturaleza del intercambio. Aquellos que pagan deliberadamente más de lo necesario no suelen ser buenos empresarios, y, como señalara H.B. Acton en su libro "The Morals of the Markets", administrar un negocio con pérdidas es en general una manera muy insensata, e incluso estúpida, de ser filántropo.

Para aquellos que celebran la participación en política como algo superior a la participación en la industria y el comercio, es necesario recordar que la primera actividad puede ser muy dañina y es poco habitual “La características específicas de una relación económica no es su ‘egoismo’, sino su ‘no-tuismo’”. Voltaire señaló: "En Francia puede ser el marqués quien lo desee; cualquiera puede llegar a París desde una provincia distante, con suficiente dinero para gastar y un nombre terminado en “ac” o en “ille”, y permitirse decir: “Un hombre como yo, un hombre de mi categoría...”, y despreciar soberanamente a un comerciante. El comerciante es tan tonto que al oír hablar con frecuencia despectivamente de su profesión, termina por avergonzarse. Sin embargo, no sé quién es más útil a una Nación, si un noble todo empolvado, que sabe exactamente a qué hora se acuesta y se levanta el rey, que se pavonea como un gran señor mientras representa el papel de esclavo en las antecámaras de un ministro, o un comerciante que enriquece a su país, que desde su escritorio da órdenes a Surata y El Cairo, y contribuye a la felicidad del mundo.

Los comerciantes y los capitalistas no deben avergonzarse cuando nuestros políticos e intelectuales contemporáneos los miran con desdén y se pavonean declamando esto y condenando aquello, sin dejar de demandar que los comerciantes, capitalistas, trabajadores, inversionistas, artesanos, agricultores, inventores y demás productores fructíferos generen la riqueza que los políticos confiscan y que los intelectuales anticapitalistas odian, pero consumen codicio- samente.

Los mercados no presuponen ni dependen de que las personas sean egoístas, como tampoco lo hace la política. Tampoco es cierto que los intercambios de mercado fomenten conductas o motivaciones más egoístas que la política. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en el caso de la política, el libre intercambio entre participantes dispuestos genera riqueza y paz, condiciones que permiten el florecimiento de la generosidad, la amistad y el amor. Y eso también tiene su mérito, como muy bien comprendió Adam Smith.

(De https://www.elcato.org/pdf_files/La_Moralidad_del_Capitalismo.pdf)

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